“La
parte más importante de la educación del hombre es aquella que él mismo
se da” (Walter Scott)
Desconozco si
será casualidad, pero recientemente he participado en varios seminarios
con un foco común: reflexionar sobre el rol del docente en el siglo XXI.
Los desafíos de un mundo tan complejo, incierto y sometido a la tiranía
de la tecnología obligan a analizar el cambio que están experimentando
los profesores. Durante el último congreso, se me vino a la cabeza lo
mucho que se habla y se escribe sobre la importancia de los profesores y
lo poco que se repara en el alumno siendo, en principio, hacia quien se
dirigen todos los esfuerzos. Formamos a los maestros durante años,
existen cientos de libros y miles de artículos que describen qué
características debe tener un buen profesor. Hace 9 años abordé este tema y hace 12 le dediqué 2 columnas consecutivas asustado al comprobar que ningún niño
manifestaba interés por ser profesor cuando fuese adulto ¿Y qué es un
buen alumno? Nunca nos hacemos esta pregunta, parece no importar
demasiado. A fin de cuentas, quien verdaderamente marca la diferencia es
el profesor: mientras tengas buenos profesores, todo está resuelto.
Según la Real
Academia Española de la Lengua, la palabra alumno tiene 2 acepciones: 1. Persona que recibe enseñanza, respecto de un profesor
o de la escuela, colegio o universidad donde estudia.
2. Persona criada o educada desde su niñez por alguien,
con quien mantiene una cierta vinculación.
Es preocupante
que, en ambos casos, el alumno aparezca siempre supeditado al profesor,
la escuela o “alguien”. Se deduce que aprender depende de terceros
y no de uno mismo. Parece que somos incapaces de aprender si no es de la
mano de otros… También aparece la palabra “estudia”. Usamos el
término “estudiante” como sinónimo de persona que aprende lo que
nos conduce a otra grave equivocación: para aprender no hace falta estudiar aunque nos hayan engañado con esa
falacia durante generaciones.
¿Cuáles son las
características de un buen alumno? Si preguntamos a profesores, padres o
directivos de centros educativos, las respuestas coinciden. Un buen
alumno:
·
Saca
excelentes notas (estudia y se aplica)
·
Hace
todo lo que le piden (es obediente y cumplidor)
·
No molesta ni interfiere con el normal desarrollo de las
actividades (sumiso y dócil)
No olvidemos que el sistema educativo se diseñó
siglos atrás para “producir” trabajadores que se integrasen a un
mundo industrial y jerarquizado donde las principales cualidades eran la
disciplina y la obediencia. No hacían falta empleados creativos sino
eficientes. No eran tiempos para ciudadanos libres, democráticos y
autónomos. Para cumplir ese objetivo, se asumió que al alumno hay que “iluminarlo”,
llenarlo de contenidos dado que
no sabe nada ni tiene capacidad de elegir. Para tal fin, se creó un
mecanismo artificial que se plasmó en escuelas, cursos, aulas,
asignaturas, profesores, exámenes, notas, etc. Alguien malpensado podría
inferir que las personas educadas bajo ese sistema son más fáciles de
manipular…
¿Qué le ha sucedido a ese modelo asfixiante? Que el mundo complejo,
incierto, tecnológico y cambiante lo ha devorado. La sociedad actual
demanda unos conocimientos que el sistema educativo no provee porque
nunca fue diseñado para ese fin ¿Y qué características debe tener el buen
“alumno” del siglo XXI? Justo las opuestas a las que hemos venido
impulsando y premiando durante décadas:
·
Es curioso. Aquí tenemos una ventaja insuperable. Todos
los bebés nacen con la curiosidad innata por explorar y entender el mundo
que les rodea. Por tanto, bastaría con que no aniquilemos ese impulso. No
conozco a nadie que no tenga interés por nada, pero si conozco a mucha
gente que no necesariamente se interesa por lo que el colegio les ofrece.
La mejor muestra de la curiosidad es la capacidad de preguntar. El
colegio no fomenta las preguntas, sino que te recompensa por las
respuestas a preguntas que no son tuyas. Todos los padres sabemos que los
niños son
inquisitivos por naturaleza. Como
decía Einstein “Lo importante es no dejar nunca de hacer preguntas,
no perder jamás la bendita curiosidad”. No saber ya no es motivo de vergüenza. Reconocer
la ignorancia y estar cómodo con no tener respuestas es el primer paso
para atreverse a aprender.
·
Es creativo. Es capaz de inventar sus propios desafíos e
imaginar sus propias respuestas. No se pone límites y siempre se
cuestiona ¿por qué no? ¿qué pasaría sí? La duda o la confusión no solo no
le paralizan, sino que le mueven. Asume que tras cada respuesta surgen
nuevas preguntas.
·
Es inconformista. No se contenta con el primer resultado ni se
cree cualquier explicación. No busca ser el mejor sino mejorar siempre y
no fracasa por no conseguir el objetivo sino cuando no lo intenta. No se
relaja, desconfía de las cosas fáciles y convive con un nivel de
insatisfacción que le estimula a seguir progresando.
·
Es desafiante y se rebela a ser domesticado, pero al mismo
tiempo es respetuoso y, sobre todo, agradecido.
·
Es flexible. Capaz de cambiar de opinión, está dispuesto a
desaprender, aunque le esté yendo bien y eso le signifique correr
riesgos. Sabe escuchar y dejarse aconsejar y reconoce cuando otra idea
puede ser más valiosa que la suya.
·
Es humilde, sabe que siempre puede aprender, de todos y
en cualquier momento. No lo sabe todo, de hecho, es consciente de que no
sabe casi nada. Se acepta como aprendiz permanente y no solo disfruta
aprendiendo, sino que siente la necesidad constante de adquirir nuevos
conocimientos. Entiende que el aprendizaje es cada vez menos formal y
programado y que la principal fuente de conocimiento son otras personas
(y no los cursos) y por eso le importa conectarse y tejer redes.
·
Es responsable. Se hace cargo de sus actos y de sus
decisiones. No pone excusas ni culpa a otros cuando las cosas no salen
como esperaba. Es autocritico.
·
Es automotivado. Se marca sus propios objetivos y prioridades
y se resiste a que le gobiernen otros. Está comprometido con hacer las
cosas bien. Es persistente y a la vez autoexigente ya que entiende que la
exigencia no puede venir de fuera. No se rinde ante los errores. Está
dispuesto a sacrificarse porque reconoce el valor y el disfrute del
esfuerzo. Es capaz de actuar con intensidad y vivir relajado.
·
Se conoce a sí mismo, sus virtudes y sus defectos, ha dedicado
tiempo a reflexionar sobre lo que no quiere y lo que le mueve (su
identidad) y lo que necesita para conseguirlo.
·
Es colaborador y solidario. No vive desde la competición (no
aspira a vencer ni derrotar). Puede liderar un día y asumir un rol
secundario el siguiente. Comparte lo que sabe y se inclina por enseñar y
ayudar a otros. Se da cuenta de que enseñando es cuando más se aprende
porque obliga a poner en orden lo que sabes.
¿Cuáles son los antónimos de ese perfil?
Pasivo, conformista, complaciente, indolente, rígido, descarado,
ególatra, irresponsable, pueril, competitivo, individualista…
¿Qué perfil de alumno elegimos? ¿Es posible
pensar en desarrollar esas capacidades en nuestros jóvenes o estamos
hablando de una utopía irrealizable? Claro que es factible, si bien casi
nada de ello “viene instalado de fabrica”, todo se puede
potenciar. Pero el primer paso exige cambiar nuestro modelo mental. En
lugar de insistir en que un niño necesita de alguien que lo “alimente”,
restándole autonomía y poder de decisión (arrogantemente los llamamos
discípulos o aprendices) es hora de enfocarlo al revés: encauzar
su energía, ayudarle a que florezca, mostrarle opciones para que se
expanda. En definitiva, confiar.
¿Qué repercusiones
tiene esto para las empresas? Todo buen líder no solo es un maestro sino
sobre todo, necesita ser un buen alumno (como muchos directivos ya reconocen), un aprendedor. Cualquier profesional que
quiera desempeñar su carrera con plenitud, por definición debe ser buen
alumno porque el aprendizaje será una constante fundamental en su vida.
Con el tiempo, se podrá convertir en buen maestro para otros y aprender cómo enseñar.
Conclusión: Si hay un mantra que glorificamos por encima
de todos es “el usuario es el rey”, donde todo gira en tono a la “experiencia
del cliente”. La educación ha hecho suya esa moda bajo el lema “el
alumno en el centro”. Para vergüenza general, los niños y jóvenes
siguen estando totalmente excluidos del proceso de diseño del servicio
que hemos preparado para ellos. Deberíamos aprender de una vez que no
podemos empezar a diseñar desde la oferta. Sabemos que existen miles de
alternativas educativas que se incrementan todos los días, cada vez más
personalizadas, contextualizadas, socializadas, con o sin tecnología...
Sin embargo, la clave está en la demanda, en el receptor del “servicio”
¿qué valores decidimos impulsar para nuestra sociedad y cómo nos
aseguramos de que nuestros jóvenes los aprenden?
Un buen alumno es ante todo curioso (pregunta) y creativo (imagina para buscar
soluciones o respuestas). Quiere ser mejor, no el
mejor. Necesita entender el mundo y buscar su lugar en el mismo y no solo
aprender cosas con valor monetario. Como reza la frase inicial de Walter
Scott, las principales preguntas son las que se hace uno mismo. Es hora de que nos cuestionemos ¿quién es más
creativo, un artista o un economista? ¿quién es más imaginativo, un
filósofo o un poeta que sueñan o un ingeniero que construye ese sueño? Un
buen
alumno es alguien de quien tienes mucho que aprender. No es habitual que
los profesores lleguen a su casa declarando lo que cada día aprenden de
sus alumnos.
El
27 de agosto en Santiago participaremos en el II
Congreso Internacional Actitud de Gestión Organizacional organizado
por la Universidad Autónoma de Chile
en el panel de la Mirada desde las Personas.
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