El liderazgo es un
negocio jugoso sostenido por 2 creencias ancestrales: el ejercicio
individual del poder y la existencia de distintas categorías de personas.
Aunque sea suicida criticarlo, confieso que no creo en la figura del
líder. Y no creo porque es un rol que legitima la desigualdad, uno de
nuestros principales problemas. Lo que sí defiendo es que a todos nos
corresponde asumir diferentes responsabilidades, que es algo muy
distinto.
Aunque no soy
experto en liderazgo, sería ingenuo no reconocer su influencia en la
cultura de las organizaciones. Las empresas, excepto contadas
excepciones, están organizadas de forma vertical y en la cima, donde se
concentra el poder, se sitúan los líderes. En una organización, pasa
aquello que los lideres “quieren que pase”. De la misma manera, lo
que no ocurre es porque el liderazgo no lo considera importante. Que una empresa
carezca de estrategias de innovación, aprendizaje o gestión del
conocimiento no se explica por el conformismo o la incapacidad de sus
colaboradores, sino por la falta de prioridad directiva.
Sería injusto
no reconocer que se vienen haciendo intentos por modernizar el concepto
de líder. Pero por más que se hable y se escriba sobre liderazgo para
servir, estratégico, humanista o adaptativo, de influir, de guiar, de hacer crecer, de alinear… mayoritariamente se
acepta que la principal función del líder es dirigir, mandar y contar con seguidores (se
hace la diferencia entre líderes y trabajadores).
Después de tantos siglos, tenemos demasiado grabados en el inconsciente
los principales rasgos, a veces caricaturizados, del liderazgo:
Individualista: El organigrama de una empresa muestra cómo está
distribuido el poder. Los líderes siempre han estado asociados a cargos o
funciones. Líder es sinónimo de poder (formal o informal) que se ejerce
de forma individual. De hecho, se habla de la soledad del poder. El poder
resulta tan difícil de compartir que conocemos pocos casos de liderazgo
colegiado. Los líderes sufren para mantener el difícil equilibrio entre
autoestima y ego cayendo habitualmente en el personalismo, la arrogancia,
el autoritarismo.... El líder corre el riesgo de manipular a sus liderados
para conseguir sus propios objetivos.
Competitivo y
ganador. El poder es un atributo codiciado porque otorga privilegios
especiales y envidiables. Por eso mismo, un líder siempre lucha a brazo
partido por conservarlo frente a los muchos aspirantes a arrebatárselo.
No soy tan ingenuo como para pensar que es posible eliminar toda forma de
competencia, pero podemos pasar de competir para ganar a competir para
mejorar, sobre todo en beneficio del colectivo. Se trata de poner freno
al egoísmo.
Excluyente: Lo peor de la
batalla por el poder es que genera desigualdades. Es muy fácil
convencerse de que el disfrute del poder está reservado exclusivamente a
determinadas categorías de personas “superiores” y vetado para el resto
por razones de clase social, raza, ideología, nacionalidad, credo
religioso, apellidos, nivel educativo, genética… Cuando perpetuamos la
creencia de que hay personas merecedoras de liderar (a las que cuidamos)
mientras el resto queda excluido, entonces legitimamos la desigualdad.
Dicha creencia, además de falsa, es poco inteligente. En el pasado, una
mayoría de personas “educadas para obedecer y ser sumisas”, aceptaban las
injusticias. La historia del mundo se ha construido sobre la desigualdad
donde unos pocos elegidos decidían en nombre de la mayoría. Hoy, las
repetidas crisis sociales en todo el mundo clamando por dignidad y
respeto nos demuestran que ya no es así.
Patriarcal: Todos conocemos el
paradigma del héroe fuerte, poderoso, carismático, admirado y masculino
que ejerce su dominio (muchas veces opresivamente) sobre aquellos que no
gozan de esas mismas cualidades. El líder infalible está convencido de
que no necesita aprender nada. La jerarquía tiene ventajas obvias ya que
el proceso de ejecución de las decisiones es mucho más rápido. Cuando se
acumula poder, la tentación de usar el miedo como herramienta de gestión
es muy seductora.
Paternalista: Es el líder
protector que cuida de los demás por su propio bien. Contar con una
figura protectora resulta cómodo y conveniente porque permite al resto
eludir sus obligaciones y trasladar a otros la responsabilidad de
resolver los problemas. Y cuando las cosas salen mal, es muy sencillo
señalar a los culpables. Las empresas replican el modelo de la familia
(donde por razones biológicas los lideres son los padres) tratando a sus
empleados como niños que no son capaz de gobernarse solos. Si quieres
educar a tus hijos, no sirve de mucho decirles lo que deben hacer. Nada
mejor que darles ejemplo.
Mi propuesta
es que, para afrontar el futuro, estamos obligados a sustituir
liderazgo por colaboración, pero una colaboración consciente. No es
suficiente con mejorar el liderazgo. El concepto se quedó anticuado
porque en la base, su objetivo es mantener el status
quo. El liderazgo y la jerarquía atentan contra la colaboración. Y la
colaboración redefine el liderazgo. La colaboración se sostiene sobre el
respeto y la convicción de que, siendo iguales, tenemos distintas
responsabilidades. La pandemia nos volvió a recordar que los desafíos que
se nos presentan (llámese cambio climático, automatización,
desigualdad...) van a exigir la colaboración global porque nadie tiene el
conocimiento que se necesita para enfrentarlos. Dependemos unos de otros;
cada persona aporta su conocimiento y entre todos construimos las
soluciones. Eso implica reinventar el concepto de liderazgo con foco en 2
atributos:
1. Distribuido. Todos somos líderes. La única manera de comprometernos
y asumir responsabilidades pasa por que el liderazgo nos corresponda a
todos. El liderazgo es un deporte de equipo, es un patrimonio colectivo
que se ha manejado a nivel individual. Hemos comprobado de sobra lo que
pasa cuando concentramos mucho poder en pocas manos. El liderazgo
colectivo solo funciona si creemos que todos podemos y debemos liderar,
pero fracasa si asumimos que es patrimonio reservado únicamente a una
minoría. El liderazgo se aprende. No es una ciencia sino un arte que tiene
su técnica. Y esa técnica se desarrolla practicando (y no escuchando en
un aula o leyendo un libro).
2. Situacional y
rotativo. El liderazgo ejercido desde el conocimiento no es un rol fijo, ni
es propiedad de una persona, sino que es un momento en el que me
corresponde decidir y actuar en función de mi conocimiento. El liderazgo
es una acción, no una posición. Liderar es una tarea, compleja, pero no
deja de ser una tarea. No me toca liderar todo el tiempo, ni en todas las
circunstancias. Son las situaciones y los contextos los que generan los
liderazgos. Todos estamos llamados a ser líderes en distintos momentos y
para diferentes desafíos según el conocimiento que tenemos. Hoy me toca a
mí y mañana te toca a ti. “El liderazgo no es una persona ni una posición.
Es una compleja relación moral entre personas” (Joanne Ciulla).
Conclusiones:
Pronunciarse contra
el liderazgo es impopular. Los líderes son los principales interesados en
perpetuar su condición y los mejores clientes de una industria boyante
que vende cursos, seminarios, libros, programas de coaching, etc. Sin
embargo, estamos obligados a cambiar porque nuestra convivencia no
resiste que unos lideren y otros no. Es muy peligroso depender de los
lideres para que las cosas pasen. Colaborar implica compartir el poder.
No sobreviviremos si todos no contribuyen y todos no disfrutan los
resultados. El perfil de líder actual explica el modelo de relaciones
dominante en la sociedad: Hipercompetitivo en
lugar de colaborativo, obsesionado con el corto plazo y el interés
individual por sobre el bien común. El líder “no tiene la culpa” pero
mantener ese rol significa amparar un modelo tramposo que perpetua
conductas insostenibles que favorecen la existencia de ciudadanos de
primera y de segunda categoría. Competir afecta a la colaboración. Cuando
mi éxito depende de tu derrota, es imposible que la cooperación entre
nosotros pueda prosperar. Cuanta más injusticia, menos colaboración.
Si las organizaciones
se ven obligadas a reinventarse porque los entornos cada vez son más
dinámicos, entonces ¿Cómo no vamos a estar dispuestos a revisar el papel
del líder? Si apostamos por empresas más ágiles y planas, donde
entregamos autonomía a equipos descentralizados ¿Cómo no vamos a
considerar un liderazgo distribuido y rotativo? A nadie se le ocurre
pensar que la innovación sea privilegio de un grupo acotado de individuos
que llevan el cartel de innovadores en la empresa como si el resto no lo
fueran. De la misma manera, todos en la organización tienen la
responsabilidad de liderar. Si de verdad nos consideramos miembros de una
comunidad, entonces somos tan fuertes como el más débil de los eslabones.
En lugar de reforzar a los líderes, reforcemos el liderazgo de cada
colaborador, de cada ciudadano. Si el liderazgo consiste en ayudar a
otros a que crean en sí mismos y que crezcan,
entonces todos podemos ejercer liderazgo sin necesidad de ser líderes.
Dejemos de hablar
tanto de líderes y hablemos más de responsabilidad, compromiso,
confianza, honestidad, empatía o transparencia, todos ellos componentes
esenciales de la colaboración intencionada. Es hora de dejar de
esconderse en las faldas de los líderes y asumir las obligaciones que nos
corresponden.
El miércoles 2 de junio
impartiremos la conferencia “Aprender
del futuro” dentro del Foro
de innovación para el aprendizaje y el desarrollo.
El jueves 3 de junio
dinamizamos el taller “Intercambio
y gestión del conocimiento en la Cooperación Sur-Sur y la Cooperación
Triangular: innovación en tiempos de pandemia” con participación de
los 21 países miembros del programa.
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