Varias veces he contado una anécdota que me sucedió hace más de 20
años, durante una visita a casa de mis padres en San Sebastián mientras
vivía en Barcelona. Mi abuela materna (que en ese momento tenía unos 90
años) me hizo una pregunta aparentemente inofensiva cuando me vio sentado
en la cama tecleando en el portátil. “¿Qué estás haciendo?” me consultó.
“Estoy trabajando, amona” (abuela en vasco) le contesté. “Ah,
es que vosotros trabajáis con la cabeza” Para ella, el concepto de
trabajo estaba directamente relacionado con lo que había vivido: el
cultivo de la tierra y la cría de animales en el caserío, donde las
jornadas venían marcadas por el clima (de sol a sol) y la fuerza física y
la alimentación tenían una importancia capital. Hace décadas que habitamos
la era del conocimiento y el aprendizaje. Tu herramienta de trabajo es tu
cerebro. La materia gris y la potencia intelectual sustituyeron a las
materias primas y a los músculos. Es justamente porque estamos inmersos
en una economía de intangibles que hemos podido mantener la actividad durante
los ya eternos 9 meses de pandemia, mientras nuestros átomos estaban confinados en casa. La tecnología (que es nuestro conocimiento
más sofisticado) nos lo ha permitido. He tenido la fortuna de impartir más
conferencias y talleres que nunca, sin moverme del salón.
Ahora bien,
los seres humanos somos perezosos
por naturaleza ya que nos jugamos la existencia en ello. Y la
explicación es muy simple: cualquier acto en nuestra vida supone gasto de
energía. Para recuperarla, debes nuevamente invertir más energía en
conseguir alimento que reponga la energía gastada. El cerebro supone el
2% del peso corporal, pero consume el 20% de nuestra energía. Hay dos
elementos sin los que no podemos vivir, uno es el oxígeno
que afortunadamente está disponible sin que nosotros tengamos que hacer
nada. El otro es la comida, pero en este caso, para procurarnos alimentos,
estamos obligados a actuar (es la tarea que ocupa la mayor parte de la
vida del resto de seres vivos). Por esa razón, nuestro cerebro ahorra
esfuerzos y en la medida de lo posible, juega un papel conservador,
defensivo: trata de cuidar las reservas por si después resulta difícil
encontrar comestibles. Eso justifica porqué la humanidad siempre desarrolló
tecnología para que otros hicieran lo que nosotros no queríamos hacer:
primero utilizamos a los animales y después construimos máquinas para
sustituir nuestros músculos.
Hoy desarrollamos inteligencia artificial, es decir software, para
sustituir tareas cerebrales. Los intangibles
al poder.
En esa
obsesión por el ahorro, una de las principales características del cerebro
es que es un órgano
predictor. Busca reducir la incertidumbre y los
riesgos anticipándose a lo que puede suceder para evitar sorpresas y mantenernos a salvo. Para ello,
siempre reutiliza lo que sabe y
por eso resulta crítico ser consciente. Es el juego del
conocimiento y el aprendizaje: usar lo que ya sabemos que ocurrió en
el pasado para prepararnos para el futuro y en el caso de que lo que
sucede sea nuevo, aprenderlo para convertirlo en conocimiento que podamos
usar la próxima vez. Nuestro cerebro tiene como objetivo asegurar nuestra
supervivencia al menor costo. La primera vez que leí sobre el cerebro
como predictor fue hace más de 15 años en el libro On Intelligence. No es sorpresa que esa misma sea la promesa que nos ofrece la inteligencia
artificial: predecir el futuro a partir de la explotación de inmensas
cantidades de datos del pasado. Por eso hay tanta insistencia con que “los
datos son el nuevo petróleo, quien tenga más datos, ganará”.
Los algoritmos de aprendizaje procesan esos datos para proveernos
información que asegura mejores decisiones. Sin embargo, está visión pasa
por alto dos detalles fundamentales: Puedes disponer de toneladas de
datos y procesarlos instantáneamente pero el análisis para tomar buenas decisiones
exige capacidades intrínsecamente humanas como el entendimiento, habilidad
para imaginar, sopesar las consecuencias, conciencia ética, intuición o improvisación,
algo que las máquinas están todavía muy lejos de desplegar. Además, el
futuro cada vez resulta más impredecible y se parece menos al pasado, con
lo que basarse en comportamientos previos para prometer conductas futuras
es altamente arriesgado. Cuando careces de datos históricos, es muy poco
lo que puedes anticipar y la pandemia del covid
es un claro ejemplo de ello.
¿Por qué las personas somos inteligentes y nuestros cerebros son
tan eficientes en el proceso de gestionar el conocimiento y aprender?
Porque cada vez que aprendemos algo, las neuronas de nuestro cerebro se
conectan entre si formando sinapsis. Un cerebro de neuronas desconectadas
es inútil. Lo que aprendemos (nuestro conocimiento) reside en la memoria
que está formada por esas conexiones que establecen las neuronas. Pero la memoria no es un “lugar”
sino un “estado”. Lo que aprendemos no se guarda en ningún sitio
físico, sino que es una red que se activa en el cerebro cuando lo
necesito para hacer algo (como una luz que se enciende y se apaga). Cada
vez que repetimos ese algo que aprendimos, usamos esa conexión que al
mismo tiempo se va reforzando. Has aprendido cuando puedes volver a
reproducir esa conexión cada vez que lo requieres. Por eso, si no eres
capaz de recordar cómo resolver una integral, entonces no aprendiste.
De aquí podemos derivar varias conclusiones: la primera es que la
unidad fundamental en el aprendizaje no es la neurona sino la conexión
entre neuronas. Una neurona por sí misma no tiene gran valor y de hecho, si no se conecta con otras, no sobrevive.
En la naturaleza, ninguna especie puede sobrevivir si sus integrantes no
colaboran, aunque sea para procrear. Por eso, aunque tenemos un cerebro
parecido al que teníamos cuando nacimos (en número de neuronas), tenemos
una mente muy distinta ya que, a lo largo de nuestra vida, los 86 mil
millones de neuronas se han ido conectando entre si cada vez que
aprendimos algo. El conocimiento no es un acto individual, ninguna
neurona particular lo tiene, sino que es una red, un flujo dinámico que
cambia continuamente. El fenómeno de aprender por tanto se basa en la colaboración entre neuronas. De hecho, el cuerpo
humano es el resultado de la colaboración de 37,2 trillones de células
que nos permiten vivir.
Además, esas neuronas no abandonan tu cerebro cuando te vas a dormir,
sino que siguen contigo cada mañana cuando te despiertas. Si, es verdad
que algunas neuronas van muriendo, pero proporcionalmente, esa cantidad
es mínima y además el resto de las neuronas se reconfigura y suple a las
que van desapareciendo. Gracias a eso, puedes seguir aprendiendo toda la
vida, mantienes tu identidad y salvo accidente, no pierdes tu
conocimiento entendido como experiencia que permite decidir y actuar (lo
que olvidas generalmente es la información que es una cosa totalmente
distinta). Por tanto, los
elementos clave que te permiten aprender y actuar permanecen toda la vida
contigo, no necesitas preocuparte de retenerlos.
¿Qué extrapolación podemos hacer en relación con las organizaciones?
En primer lugar, si el aprendizaje en el individuo ocurre cuando se
conectan las neuronas, el aprendizaje en las organizaciones sucede cuando
se conectan las personas. Y si no se conectan, si la densidad de sus
interacciones es débil, entonces la empresa no aprende, no importa lo
potentes que sean los individuos (es como un equipo de excelentes
jugadores que no se pasan la pelota). El aprendizaje organizacional
reside en la red de relaciones y depende del intercambio de conocimiento.
El gráfico 4 de este artículo de Mckinsey sobre organizaciones ágiles confirma que según los directivos, los
silos y la falta de colaboración son la principal barrera para llevar a
cabo el trabajo.
Además, aunque rara vez lo pensamos así, todas las organizaciones tienen
vocación de permanencia en el tiempo. Sin embargo, sus integrantes al
contrario que las neuronas de tu cerebro abandonan las empresas cada vez
más rápido. Este aspecto es decisivo porque si reconocemos que el
conocimiento lo tiene cada individuo en su cabeza y lo construye con sus
compañeros, entonces el activo más importante de una empresa no es de su
propiedad. Cada tarde, cuando los integrantes de la organización se
marchan a su casa, el valor de esa empresa se desploma y solo se vuelve a
recuperar al día siguiente cuando esas mismas personas (y no otras)
regresan a trabajar y ponen su conocimiento a disposición de los
objetivos de la organización. El desafió es colosal ¿cómo asegurar que la empresa mantiene la
identidad, la capacidad de aprender y gestionar el conocimiento cuando los
individuos, que son los que atesoran ese conocimiento y aprenden, van y
vienen a su antojo llevándose consigo toda su experiencia y capital
intelectual? ¿y qué sucede con aquellas empresas que tienen problemas
para atraer “talento”? ¿tal vez el secreto radica en crear un “estilo de juego”, una forma de hacer las cosas independiente de las personas? ¿o en automatizar
todos los procesos para no depender de nadie en particular?
Todo lo que la humanidad ha conseguido a lo largo de la historia se debe a la capacidad de las
personas de colaborar. La cultura no es otra cosa que el cerebro colectivo
trabajando y produciendo conocimiento. Sin embargo, el ecosistema del SXXI es eminentemente competitivo, nos
hemos vuelto individualistas. En En columnas previas
insistimos insistimos en que el hombre nace
generoso y empático, pero lo educamos
para ser egoísta. Es
cierto que el instinto nos lleva impulsivamente hacia lo individual: en
caso de peligro, tu primera reacción (en realidad la de tu cerebro
inconsciente) es preocuparse de tu supervivencia, ya sea seguridad,
refugio, comida, etc. Es un mecanismo de autodefensa natural que emerge como
reacción a las amenazas. Por eso mismo necesitamos complementar el
instinto con el conocimiento, con la razón que es la que nos conduce a lo
colectivo. La reflexión nos permite entender que ya no vivimos en riesgo como
hace 100 mil años, al contrario, disfrutamos de abundancia
de conocimiento. Si compartimos, ganamos todos mientras que si prima
la competencia donde cada cuál lucha por su propio beneficio, entonces unos
pocos ganan y otros pierden y podemos estar seguros de que el conflicto
no tardará en aparecer.
Conclusiones: En tu cerebro, las neuronas
colaboran o mueren y dicha cooperación es la que te permite ser inteligente.
En las empresas y en la sociedad, se compite buscando el interés propio, pero
no por maldad o porque genéticamente estemos programados para ello sino
porque hemos diseñado un modelo que se sustenta en rivalizar y derrotar a
los competidores. Por eso el problema no son los individuos sino la
individualización del trabajo a la que los sometemos. Tenemos a los
mejores individuos de la historia, porque nos aprovechamos de todo el
conocimiento acumulado por las generaciones anteriores. No necesitamos potenciar más al individuo,
sino que tenemos que potenciar el colectivo que hemos ido perdiendo. Eso implica
derribar los muros físicos y mentales
que separan a las personas.
La colaboración
es la única salida. El futuro es cada vez más incierto. Si en el pasado
podías tener un mínimo grado de control sobre tu destino, hoy es el mundo
el que te controla a ti. Los principales desafíos planetarios son cada
vez más complejos (cambio climático, desigualdad, automatización, etc.) y
el conocimiento caduca casi a diario por lo que ningún
individuo dispone de todo el stock de conocimiento para resolverlos. El covid nos recuerda y nos demuestra que este tipo de problemas solo se
resuelven mediante la colaboración de todos los países, la vacuna
de Oxford es otro ejemplo más.
Innovar exige colaborar para combinar conocimientos. Solo nos queda sumar
nuestro conocimiento al de otros o, como en el caso de las neuronas
aisladas, no viviremos para contarlo. Por eso mismo, con cuantas
más personas te conectas, más posibilidades tienes de aprender igual que
hacen tus neuronas. La
inteligencia colectiva solo tiene lugar cuando se comparte conocimiento.
Soy consciente
de recibiré no pocos reproches, pero el liderazgo es, en muchas ocasiones,
un obstáculo para la colaboración. Las organizaciones actuales siguen
siendo jerárquicas y reproducen la misma pirámide vertical de siempre
donde el poder se concentra en pocas manos. El paradigma del liderazgo,
unánimemente alabado (sobre todo por directivos y escuelas de negocio)
representa una manera inteligente de mantener encubierto un modelo donde
unos elegidos mantienen una serie de prerrogativas y privilegios: los
lideres acumulan casi toda la responsabilidad sobre la estrategia, la
recompensa por los resultados y en definitiva el poder. Se continúa legitimando
el eterno sistema en que algunos piensan y deciden y el resto obedece y ejecuta.
Algo descabellado en un mundo que transita hacia organizaciones ágiles, planas,
horizontales, transparentes y colaborativas en las que la responsabilidad
se comparte y se distribuye. Solo las organizaciones que logran que sus integrantes colaboren y
permanezcan, son capaces de conservar su identidad, aprender y asegurarse
la supervivencia. Quizás no tardemos en ver algo como
esto: Una película de Netflix, dirigida
por Amazon y escrita por HBO.
El 5 de diciembre a las 11:30h de Chile impartiremos la
conferencia “La Educación a través de los ojos de un niño” dentro
de la XIII Jornada Internacional Aprendizaje,
Educación y Neurociencias.
Del 11 al 13 de diciembre participamos en el Hackaton Autonoma Activa “Desafíos del
desarrollo sostenible post covid-19” organizado
por la Universidad Autónoma de Chile, con la conferencia “Aprender del
futuro”.
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